Napoleón; Ridley Scott el último gran director de orquesta
Sir Ridley Scott, británico ilustre y cineasta todoterreno, enlaza proyecto tras proyecto, con increíble rapidez, sobre todo teniendo en cuenta la gran envergadura de los mismos. Ahora estrena Napoleón, epopeya bélica de 200 millones de dólares, a la vez que está finalizando el rodaje de la esperada secuela de Gladiator. Recordemos que el director está a punto de cumplir 86 años. Así pues, con una dilatada carrera a sus espaldas, que le avalan como especialista en el cine de época — su opera prima Los duelistas (1977) ya se enmarcaba en el contexto de las guerras napoleónicas — Scott decide contar la vida de uno de los personajes más fascinantes de la historia que, sin embargo, pocas veces ha triunfado en la gran pantalla. Más allá de la recreación de algún capítulo muy concreto de su vida —Waterloo (1970), La última batalla (2003) o Desirée (1954) — pocas son las películas que han abarcado ampliamente la vida del emperador. Posiblemente, la necesidad de un gran presupuesto para llevar a cabo una reconstrucción fidedigna, sea el motivo principal por el cual pocos se hayan atrevido. Aunque podría ser también por la imposibilidad de acercarse a la excelencia de la joya que Abel Gance realizó en 1927. Proyectada sobre tres pantallas simultáneamente, más de cinco horas de metraje y una revolución total en cuanto a técnicas de montaje y edición, que ponían los cimientos del futuro del cine. El Napoleón de Gance aún soporta el paso del tiempo de forma prodigiosa, con una eclosión de imágenes de icónica imprenta y de un sentido dramático imperecedero.
Ahora, ya con la suficiente distancia temporal (96 años), los medios para hacerlo posible y en una época de esplendor para el biopic, este era el momento preciso para que Hollywood nos trajera la vida de Napoleón Bonaparte. Eso sí, con un riesgo considerable en tiempos en los que impera el cine ligero para plataformas y en el que se maltrata al cine épico y bélico, que ya no arrastra al público a las salas. Aun así, el nombre de Ridley Scott y el de Joaquin Phoenix, deberían ser lo suficientemente sólidos como para conseguir un efecto llamada, que ojalá se produzca por el bien del cine tal y como lo concebimos, en pantalla grande.
Ridley Scott rueda hasta la más minimalista de las escenas con cuatro cámaras y cuando la cosa se pone más épica el número crece exponencialmente. Esto nos dice mucho de Ridley Scott, un excepcional director que, alejado de un sello autoral reflejado en la composición del plano o en el movimiento de la cámara, busca en cada una de las escenas una organicidad en pro de un mayor ritmo e impacto. El espíritu de las producciones de Samuel Bronston recorren sus venas, con esa capacidad innata, tan suya y de aquellos lejanos J.L Mankiewicz o Anthony Mann, de poner en escena imágenes de pictórica grandiosidad que refuerzan la monumentalidad de lo narrado. Napoleón entre las pirámides egipcias, a bordo de un navío de guerra o en el fragor de la batalla, son escenas que por su grandeza y lejanía solo los pinceles más aventajados de Jacques-Louis David, Jean-Louis-Ernest Meissonier o Elizabeth Thompson habían podido retratar. Ridley Scott, que sin duda se los ha estudiado, plantea una puesta en escena profundamente realista mediante un medido híbrido de efectos especiales prácticos, a la vieja usanza y el uso de lo mejorcito en efectos digitales. Consigue, por lo tanto, que el filme se sienta artesano y verídico, alejándose de recientes epopeyas bélicas que sucumbieron a los excesos del CGI.
Comenzando con la ejecución pública de Maria Antonieta en una estilizada secuencia de apertura con el uso de cámaras lentas, conocemos a un Napoleón de bajo rango militar pero con grandes aspiraciones. Su buen consejo para combatir a grupos revolucionarios, rápidamente le sitúa al frente en la estrategia de importantes batallas, con la toma de Tolón en 1793, que significa el primer alarde de Ridley Scott en una visceral batalla nocturna, que ya nos avanza que veremos rodar cabezas. Tras una cruda masacre en las calles de París —en la que se nos muestran las balas de cañón impactando en los cuerpos de los revolucionarios— la batalla de Austerlitz sube a un nivel mayor la apuesta. En una magistral táctica orquestada por Napoleón, las fuerzas francesas empujan al enemigo a un río helado que posteriormente bombardean, hundiendo a las tropas de la Tercera Coalición. Impresionante ver el retroceso de los soldados sobre el hielo y como se hunden en el mismo, en una escena que transmite un frío estremecedor en una atmósfera inigualable. Finalmente, cuando parece difícil superar lo ya visto, llega Waterloo. Y aquí Scott pone toda la carne en el asador, con una de las mejores batallas que jamás hayamos visto en la gran pantalla, en la que destacan las cargas de la caballería contra los cuadros de infantería aliados, estructuras defensivas prácticamente infranqueables.
Esta colección de batallas y momentos, indudablemente épicos, se ven entrelazados por un drama que en su mayor parte gira en torno a la relación de Napoleón con su esposa Josefina. Una relación que hoy calificaríamos de muy tóxica, en la que conocemos las intimidades y debilidades de un Napoleón que, fuera del campo de batalla, navegaba en aguas turbulentas intentando salvar una relación que naufraga. Joaquin Phoenix y sobre todo Vanessa Kirby como Josefina, están excepcionales en todas sus escenas conjuntas, con una gran química y espontaneidad que hace comprender la obsesión que tenía el monarca por su esposa. La correspondencia entre ambos es un tema recurrente en el filme, escuchando en voz en off algunas de las cartas que ayudan a comprender el estado anímico de Napoleón durante las contiendas e incluso en los últimos momentos de su vida.
El filme, que es indudablemente un prodigio técnico de principio a fin y un drama absorbente, adolece, sin embargo, de un exceso de elipsis que pueden confundir al espectador en su último tercio y dejar una sensación de superficialidad en algunos aspectos de la historia. Sabemos que próximamente se estrena una versión de 4 horas y 10 minutos de duración, la que el director quería, en la que probablemente encontremos una narración más fluida e incisiva en ciertos pasajes de su vida. Desafortunadamente, se ha recortado esta versión para que la generación del streaming no se eche atrás al ir a comprar la entrada y de paso sacar rédito económico en la plataforma en la que se estrenará. Conociendo otros casos en la filmografía de Ridley Scott, como el de El reino de los cielos, en el que la versión extendida ha acabado consagrándose como la oficial, o con el Final Cut de Blade Runner, quizás descubramos dentro de poco una película aún más grande y con suerte más redonda. Más allá de esto, mirando al Napoleón que ahora tenemos en salas, solo queda quitarnos el sombrero ante un maestro del cine que nos ha dado una de las últimas grandes películas de un género que se desvanece. Un estilo de rodar y de contar la historia, que agoniza con Scott y que inevitablemente claudicará ante las nuevas tendencias cinematográficas.